Este hombre de franca mirada que ya arribó al medio siglo de existencia no tiene ni la menor idea cuando fue la última vez que el sol de la mañana lo sorprendió entre los ajuares de su lecho.
Estar de pie a las dos de la madrugada es la única posibilidad que tiene para llegar a tiempo a la vaquería de su unidad básica de producción cooperativa y poner en práctica la técnica de ordeño como arma imprescindible para llenar las cantinas con el demando alimento.
Tiene Antonio Fernández González, a quien sus familiares y compañeros llaman Pipo, el fuerte poder de comunicación capaz de llevar las vacas al cepo con solo pronunciar sus nombres, para Patrona, la rubia, y capital al igual que en las demás el suave llamado se convierte en orden.
También el consagrado hombre de campo sabe interpretar la negativa de Manzana, Cuellito y Cacha respecto a los métodos del ordeño mecanizado y acude resueltamente a retomar la forma utilizada por sus antecesores, de los cuales aprendió además los secretos de convertir a los animales en amigos.
Le satisface que sus primos y sobrinos se interesen por conocer sus experiencias de más de treinta años, primero con boyero y después desde la vaquería, lo que le permite integrar cada año la nómina en la que solo aparecen los nombres de los más destacados.
Nos cuenta que le gustaría disfrutar de un buen programa de televisión o asistir a alguna actividad nocturna, pero el sueño por una parte y por otra la preocupación de atentar de alguna manera contra el feliz reencuentro de las reproductoras y sus crías en las primeras horas de la madrugada lo obliga a desistir.
Buscarle acomodo al único ternero huérfano de la manada y pensar cuanto bienestar le proporciona a la comunidad el trabajo que desempeña hacen que Pipo deseche las vicisitudes y aspire a plenitud el olor de los azahares.
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